miércoles, 12 de noviembre de 2008

La Niebla-Luna

Llevaba unos días extraños, casi diría que melancólicos. Estaba sensible por y para todo: las conversaciones, las películas, la música… Todo lo que entraba por sus ojos quedaba grabado en sus retinas, sus oídos, su piel. Ese día fue un paisaje que de por si, no tendría nada de hermoso, y sin embargo, le transmitió calma y serenidad pero también una conocida sensación de angustia.

Iba en la moto, hacia la facultad, una amazona concentrada en el tráfico de Madrid. Un tráfico horroroso, denso, con conductores que están entre dormidos y con mala hostia. Llegó a Ciudad Universitaria y se paró en un paso de cebra. Un paso de cebra que se colapsa todas las mañanas, como si fuera la Gran Manzana. Un río de gente, cruza y se distribuye hacia sus lugares de estudio, sus puestos de trabajo. El cruce es atravesado por decenas de coches que se dirigen a la carretera de La Coruña. Tras un tiempo que pudo ser más o menos largo, se unió a ese río como un afluente más y fluyó hasta esa carretera donde la apabullaron montones de coches y gigantescos autobuses. Y de repente, esa mañana, al tomar el desvío hacia su facultad, se dio cuenta de lo solitaria que era. De repente, ya no estaba en el caos y estaba en el orden. Había abandonado un mar airado para acabar en un embalse desierto. Y mientras tomaba, con mucha calma, la curva que lleva al empedrado que precede a su facultad, se fijó en la niebla que cubría la carretera, las colinas, el parque, el mismo adoquinado. Y le fue transmitida una tristeza serena, plasmada en ese paisaje que solo contemplaba ella, a menos de 50 metros de la vorágine que se tragaba a esa masa de gente embrutecida, incapaz de levantar la mirada y fijarse en algo tan simple como la niebla.

Y esa noche, al regresar, no había niebla. La tristeza serena y gris matutina había sido sustituida por una luna enorme, blanca, brillante, que se recortaba contra un cielo negrísimo, al que lanzaban luz cientos de farolas, miles de comercios, millones de ventanas.

Llegó a casa, se quitó el abrigo y acarició al gato que se frotaba insistente contra sus rodillas. Logró caminar hasta su cuarto, cerrar la puerta y sentarse en la cama justo un instante antes de romper a llorar sin poder quitarse de la cabeza la imagen de esa luna tan redonda, tan llena, tan brillante y tan sola que llenaba el cielo.

1 comentario:

El Monstruo de las Ojeras dijo...

Abajo, en el silencioso aparcamiento, Cobalta miraba la brillante luna llena y sonreía. Mientras se bañaba en el rocío y la tenue luz le arrancaba destellos azules, Cobalta pensó que a la mañana siguiente amanecería un hermoso día soleado. Y así fué.