viernes, 6 de mayo de 2011

Arte

Hace tiempo tuve el placer (o la desgracia, que más da) de conocer a un Artista. El Artista, reconozcámoslo, tenía talento. Por desgracia (o por fortuna, que más da), el Artista lo sabía. Era un hombre plenamente consciente de sus facultades.

El Artista creó y creó. Llamó a decenas, ¡no!, centenas, ¡no!, miles de puertas y algunas (las menos) se abrieron. Su Obra empezó a ser conocida y con ella, su talento. Otros Artistas quisieron conocerle. Algunos se hicieron sus amigos.

Durante años fui su más despiada crítica desde el desconocimiento que tienen los que más cerca están de nosotros. Se que le hice daño y que él me lo hizo a mi pero de nuestra complicada relación nacieron obras de todo tipo: unas mediocres, otras realmente buenas.

El Artista creció y decidió que ese mundo ya no le llenaba. Nunca llegaba a nada (siendo ese nada un ideal al que pocos llegan). Nunca le reconocían SU talento. SU bendito y maravilloso talento.

El Artista dejó de aceptar trabajos porque sus manos merecían otra cosa. Denigró a sus compañeros de profesión que habían alcanzado el éxito. Los acusó de tener negros, de no tener verdadera conciencia de lo que era el arte, de ser unos snobs. Se quemó, se quejó amargamente de lo mala que es la vida, de la gente, del público, que no sabe lo que quiere (o lo que necesita, que más da). Cada vez era más difícil estar al lado del Artista.

Finalmente, el Artista dejó de crear y un buen día (o malo, que más da), se marchó y no volví a verle.

Ahora su Obra coge polvo en mi buhardilla. Durante un tiempo me pasé horas contemplándolas, intentando entender que diablos pasaba por su mente enferma.

Hace años que ya no.